Los pitagóricos y los yamabushis —que viajaban juntos por comodidad— preguntaron también qué hacían aquellos tres «locos» en lo alto del Makkuk. Jesús respondió por nosotros y aseguró que éramos heraldos.
—¿Mensajeros de quién?
Y el Maestro habló de Ab-bá, de su carácter y naturaleza benéficos, del regalo del alma humana, de su inmortalidad (pasara lo que pasase), de la hermandad entre los hombres (base de todo planteamiento ético) y del formidable destino de la humanidad.
Le miraban, perplejos.
—¿Condenados a ser felices?
La seguridad de aquel Hombre cuando hablaba era tal que nadie supo qué argumentar en su contra.
—Sí, condenados a la felicidad, y a no tardar...
—¿Cómo es eso?
—Cuando abandonéis este mundo, y regreséis a la realidad, a la montaña de las montañas, será tal el hallazgo que no habrá palabras...
Había tal convencimiento en lo que afirmaba que uno de los adoradores de montañas, al que llamaban Haguro, terminó comentando:
—Hablas como si conocieras a ese Dios...
Jesús respondió al instante:
—Lo conozco...
Uno de los pitagóricos protestó:
—Ningún humano puede ver a los dioses y seguir vivo...
—Dices bien: ningún humano...
El Maestro se disponía a ampliar la sugerente afirmación, pero otro de los misioneros desvió el tema:
—¿Eres, quizá, como Pitágoras?
—Soy diferente...
—¿Recuerdas también tus anteriores reencarnaciones?
—El Padre no solicita eso de nosotros...
—¿Qué quieres decir?
—Lo que habéis oído...
—Pero ¿crees o no crees en la transmigración de las almas?
—No es necesaria.
Se removieron, inquietos. E iniciaron un ataque en toda regla. Enumeraron las razones por las que entendían que la reencarnación era necesaria e, incluso, justa. Uno de los argumentos era la necesidad de aprender —Se precisan muchas vidas para asimilar lo que nos rodea y, sobre todo, para crecer espiritualmente...
El Hijo del Hombre escuchó con atención. Después, sin mediar palabra, se alzó y caminó hacia los majuelos. Estaban seguros de que lo habían convencido... El Galileo regresó, y lo hizo con varias flores blancas en las manos.
Las mostró y preguntó:
—¿Qué veis?
—Flores...
—¿Y en qué se convertirán, cuando llegue el momento?
Pitagóricos y orientales se miraron unos a otros. No entendían adonde quería ir a parar. Jesús insistió:
—¿En qué se transformarán?
—En drupas...
—Sí —manifestó otro de los yamabushis—, en frutos redondos y de color rojo.
—¡Frutos! —exclamó el Galileo—. ¡Eso es maravilloso! ¡Eso es un milagro!
Seguían (seguíamos) perplejos. ¿Qué trataba de decir?
—No te entiendo, rabí...
Mateo expresó el sentir general.
—Es muy simple —replicó el Hijo del Hombre—. ¿Alguien puede decirme cómo obtener fruto de una flor? ¿No es maravilloso?
Asintieron, tímidamente.
—Pues en verdad os digo que ni con un millón de vidas podríais imaginar una cosa así...
El Maestro hablaba de la imposibilidad de la mente humana de aproximarse al secreto de la vida y de la creación en general. En ese aspecto, la reencarnación no es la solución. Pero sugería algo más... Jesús estaba invocando el inmenso poder imaginativo del Padre. ¿Quién, en el siglo xx, con toda nuestra tecnología, sería capaz de transformar una sencilla flor de majuelo en una sabrosa drupa roja? ¿Quién dispone de un poder y de una imaginación semejantes?
Y el Hombre-Dios insistió:
—¿Por qué la madera flota?
No lo sabían. Jesús dio la respuesta:
—Porque alguien lo imaginó...
Y siguió preguntando, y respondiendo:
—¿Por qué la mar no se cansa?... Porque Alguien lo imaginó.
—¿Por qué existe la verticalidad?... Porque Alguien lo imaginó.
—¿qué la muelle?...
El silencio se hizo más denso. Jesús habló decidido, sin miedo:
—... Porque alguien lo imaginó... Porque es la forma menos mala de volver a la realidad... Abrió los brazos, elevó la mirada hacia las estrellas, y resumió:
—¡Pura imaginación!
—Es decir: no admites la reencarnación...
—La imaginación de Ab-ba está por encima del entendimiento humano...
—No has respondido a la cuestión...
—Lo he hecho, estimado amigo, lo he hecho... Ni en un millar de años, ni en un millar de vidas, podríais beberos este mundo y, mucho menos, el universo...
—Pero estamos aquí para aprender...
—No exactamente. Estamos aquí para experimentar, que es distinto.
Estaban desconcertados. Y el Galileo prosiguió:
—En cuanto al enriquecimiento espiritual, es cierto que el alma debe abandonar la imperfección con un máximo de sabiduría. Pero eso no lo da el aprendizaje, ni el estudio, ni la contemplación, ni la comunicación entre los hombres... Eso lo da la experiencia: estar lleno o vacío... Es una cuestión personal, previamente establecida con el Creador.
Quedé tan asombrado que no supe qué decir. Algo había quedado claro, clarísimo: el concepto tradicional de reencarnación (tal y como lo entienden las filosofías orientales) es un invento humano y, además, de vuelo corto y bajo. En otras palabras: sólo satisface algunas dudas...
El Maestro me miró, leyó mis pensamientos, y exclamó:
—El Padre es imaginación. Él consigue que el agua flote en las nubes, sin que nadie la sostenga, o que se vuelva blanca al descender, en forma de nieve. Él arranca reflejos del interior de las piedras preciosas y obliga al alba a ser puntual... En verdad os digo que lo que aguarda tras la muerte os hará temblar de emoción... No hay palabras para describirlo, ni las habrá.
Haguro, visiblemente emocionado, proclamó:
—No sé si estás loco, amigo, pero tu locura sacia mi sed...
publicado a la(s) 11 sept. 2012 18:58
Referencia
Caballo de Troya 9. Autor: J.J. Benitez. España. 2011.
Cita
"Nada en la nauraleza se repite. Todo va hacia adelante. Nunca hacia atrás."
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